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La casa de los Crespo era una de las prioritarias. Eloy Crespo Gasque, casado y padre de nueve hijos (cuatro chicos y cinco chicas), había sido alcalde de la villa, pero eso no era lo peor: tenía tierras, un comercio floreciente y una militancia cristiana de escandalosa solidez. Sí, era cierto que fue buen alcalde, que daba empleo a buena parte del pueblo, que había fundado el Casino donde todos se divertían, que su comercio era fundamental para toda la zona, que era respetado y querido por la mayoría de los vecinos, pero… era de derechas, capitalista y católico de raíces.
Los milicianos entraron en la gran casa –de dos plantas sobre el comercio en la misma plaza del Ayuntamiento– y lo revolvieron todo a patadas y culatazos; poco después sacaban a empellones al padre de familia y a sus cuatro hijos varones: Juan José, Antonio, Mariano y Eloy, mientras su mujer, Pilar Gasque, y las cinco chicas (Rita, María, Eloísa, Victoria y Pilar) corrían aterrorizadas y a oscuras, de un lado a otro en medio de un mar de gritos y unas risotadas que ya no olvidarían de por vida. La pequeña Pilar, con lloro histérico, entrevió una figura masculina y corrió a abrazarse a sus piernas creyendo que era su padre o algún hermano, pero fue apartada de un manotazo por el que resultó ser un extraño con fusil, que encima se rió de la angustia de la niña; era evidente que se lo estaban pasando pero que muy bien.
La caja de la camioneta estaba casi llena de varones indefensos y aterrorizados, así que los Crespo quedaron en la parte trasera. Un miliciano, algo compasivo, cuestionó el que se llevaran también al joven Eloy, de tan solo 15 años, pero su camarada jefe le dijo: “Si lo dejamos, de mayor querrá venganza”.
Ya sólo quedaba un portal para completar la mercancía de ese envío. Cuando los ‘soldados’ pararon y entraron a saco en su último proveedor de odio salvaje, ese joven de 15 años aprovechó para saltar ágilmente el portalón de la camioneta y esconderse tras una de las hojas del último portal reventado a culatazos. Inmóvil y callado, consiguió que nadie le viera ni echara en falta, en parte gracias al caos.
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En las fechas siguientes, y gracias a buenos amigos, las hermanas Crespo conseguían escapar hasta Barcelona, donde permanecieron acogidas y escondidas, mientras su madre, Pilar Gasque, era juzgada en Calanda por un ‘Tribunal Popular’ que la encarceló y condenó a muerte por alta traición al pueblo. Afortunadamente, la prisión no duró demasiado: los frentes de la guerra se aproximaban y los valientes anarquistas escaparon al galope.
María Crespo Gasque, mi madre, educó a sus hijos en la tolerancia y el perdón, como ella misma había sido educada. Ni el haber vivido en propia carne la más terrible de las tragedias humanas le tentó hacia el odio o la venganza, ni mucho menos a inculcar tales sentimientos en sus descendientes. “El odio termina en guerra y la guerra genera odio… en un bucle sin fin”, decía.
Los cuerpos de mi abuelo, de mis tres tíos y del montón de calandinos que fueron asesinados junto a ellos el 28 de julio de 1936 nunca han sido encontrados.