miércoles, 18 de agosto de 2010

Los veintitodos de Berta

De su innato surrealismo ya hablé en su día. Pero no solo por eso se le nota que tiene sus genes plantados en Calanda. Por ejemplo, también se le adivinaba por esa cabeza de melocotón maduro que le acompañó durante sus dos primeros años de vida. Y lo definitivo: a Berta, desde siempre, le gusta más la gente que comer con los dedos; es capaz de coger un capazo en el mismísimo desierto. Por eso, probablemente, siempre se ha quejado de haber nacido en medio de agosto, cuando todo el mundo anda en la diáspora y es tiempo difícil para organizar un cumple en condiciones. Bueno, eso fue luego, porque de cría bien que le gustaba ser cada 18 de agosto la reina de Prado Largo, la casa de Jaca que no le vio nacer pero sí crecer, en una urbanización veraniega rodeada de críos conocidos o no que le felicitaban mientras engullían los triángulos de Nocilla.

A Berta le llevaba a la piscina enganchada del meñique y desde entonces supe que yo era el hombre invisible porque, en los doscientos metros que separan la casa de la zona deportiva, todos con los que nos cruzábamos, de cualquier edad, raza, sexo y condición, le miraban solo a ella y todo eran "hola Berta", "adiós Berta", "¡qué tal Berta?". Un día se me escapó y la localicé poco después, en un banco, preguntando a un anciano cansado que cómo se llamaba su madre y que dónde estaba.

De la pequeñaja guardamos toneladas de anécdotas, pero yo siempre he sentido debilidad por su surrealismo y su personalidad. Mezclaba, con una maestría inexplicable, un carácter del carajo con una bondad infinita que desde siempre ha sido imán de atracción irresistible para cuantos le han ido conociendo. Berta es una suerte de Peter Pan, pero solo eso, una suerte, porque no es que se niegue a crecer sino que le importa un bledo crecer. Siempre ha sabido lo que quiere en la vida y va y lo consigue. Y por eso, entre otras muchas cosas, le quiero y admiro.

No soy supersticioso, pero eso de nacer el 18-8-81 igual tiene algo que ver con esa planificación que le sale bordada. En medio de su genérico amor social siempre, siempre, tuvo debilidad por los niños. Quiso ser médico (pediatra, claro) pero pronto se dio cuenta de que los galenos pasan visita, recetan, pero no toquitean. Y el toquiteo no es que sea importante, es fundamental. Enfermera, claro, a manosear. Y así lleva ya un puñado de años en Palma, cuidando a niños que le caben en la palma de la mano y a los que con un solo dodotis se les puede hacer un fondo de armario. Los soba, sí, pero por eso a lo mejor también salen adelante, porque serán miniseres pero no tontos, y seguro que absorben los latidos del alma de mi Berta.

Hoy, como siempre, me vuelvo a acordar de los millones de cosas por las que me ha hecho feliz y siento la pena de que mi beso haya sido virtual. Pero está en Mallorca con sumadre y sé que está como siempre, que ya ha hecho planes, que se ha organizado la nueva casa, que tiene el calendario casi cerrado para sus viajes a Galicia, a Madrid, a Sevilla, a Pamplona, a todos esos sitios donde siempre estamos un montón de gente reclamando su presencia. Qué envidia de amor.


Collage que hoy le ha regalado su hermana Paula.

jueves, 5 de agosto de 2010

Un gran seminario en Caracas

Conocí a Carmen Riera hace ahora diez años, cuando andábamos por Caracas echando una mano en los periódicos de la Cadena Capriles y ella fue fichada para hacerse cargo del área gráfica de Últimas Noticias y El Mundo, cabeceras a las que luego les nacería un hermanito deportivo, Líder. Carmen es una de las miles de causas por las que me enamoré de Venezuela ya en mi primer viaje y donde intuyo que pasé una vida anterior, porque si no no entiendo cómo es posible querer tanto a un país.

En esta década he tenido la fortuna de verme bastante a menudo con Carmen, bien porque yo iba hasta su casa o porque ella venía a la mía, a los congresos organizados por la SND (Malofiej, ÑH) en Pamplona, Zaragoza y Barcelona, amén, claro, del constante contacto gracias a esto de internet. Carmen tiene muchas, muchísimas virtudes, pero para no ponerla colorada destacaré solo tres: que le acompaña un gran talento, que tiene una capacidad de trabajo increíble y que se está riendo todo el santo día.

Imagino que animada por los congresos a los que asistía en Europa y América, Carmen se lio la manta a la cabeza en forma de Cadena Capriles y desde 2007 organiza en Caracas y para todos los periodistas venezolanos el Seminario Diseño de la Información, al que este año, en su cuarta edición, mi amiga me invitó como ponente y sobre la que ya dejé algo escrito aquí.

:: EL FACTOR HUMANO

Y de lo que allí hablamos durante dos intensos días poco voy a decir, porque ya hay excelente información en la página web del Seminario, donde se puede consultar desde el completo programa que cumplimos hasta los resúmenes de todas y cada una de las ponencias. Me quiero centrar en el contacto humano, porque fue increíble el poder compartir conocimientos con un variopinto auditorio cercano a las cuatrocientas almas entre estudiantes y profesores de Comunicación y periodistas de prensa, radio, televisión e internet de todo el país.


De pie: Miguel Ángel Capriles, Mauricio González Venegas, Diego Méndez, Toni Piqué, Paco Sancho, Andrea Hoare, María Eugenia Arias y Gabi Schmidt. Agachados: Nathalie Alvaray, Carmen Riera, Gonzalo Jiménez, Claudio Napolitano, Christian Espinosa y Chiqui Esteban.

Además, junto a Carmen pude volver a reunirme con viejos y buenos amigos de la Cadena, con Miguel Ángel Capriles a la cabeza, y con profesionales como la copa de un pino y con los que en distintas etapas he trabajado codo con codo. No quiero dejarme a nadie pero necesito citar a la gesticulante Nathalie Alvaray, metida ahora en todo el proceso de integración de redacciones, y que es tan buena amiga como fiera ejecutiva; al incombustible Erys Alvarado, capaz de hacer cuatro cosas a la vez y todas bien; y, por supuesto, a mi Hilda Carmona, un ejemplo de trabajo y creatividad periodística en estado puro.

Estos congresos, además, sirven para volver a ver a colegas amigos, desvirtualizar a otros y conocer a algunos, tan buenos, que uno se pregunta por qué no sabía nada de ellos. Entre los primeros estaban Toni Piqué y Chiqui Esteban, con quienes formé el trío de los españolitos, y Christian Espinosa, el amigo ecuatoriano que más sabe de telefonía móvil al servicio del periodista. Desvirtualicé a la gran Gabi Schmidt, diseñadora mexicana a la que llevo tiempo siguiendo su trabajo, a Diego Méndez, un muy buen diseñador de Puerto Rico, a Mauricio González Venegas, cabeza visible de un enorme equipo de periodistas del colombiano El País que está ganando, con justicia, todos los premios con su Reportaje 360 (por favor, échenle un vistazo), y a Luis Carlos Díez, el rey de las redes sociales en Venezuela. Y, en el capítulo de primeros encuentros, conocí a Gonzalo Jiménez, de la Cadena Capriles, a las académicas María Eugenia Arias y Andrea Hoare y, del mundo de la publicidad, al fotógrafo Claudio Napolitano y a la ejecutiva María Elena Días Teixeira.

:: EL FACTOR PROFESIONAL

Ya llevo rato haciendo mantequilla, pero es lo que hay, la pura realidad: profesionales excelentes que nos abrieron los ojos pero, sobre todo, las mentes. Fue curioso el comprobar que, sin estar en absoluto de acuerdo, todos terminamos insistiendo y resaltando cuestiones imprescindibles y globales para el ejercicio profesional y que van mucho más allá del diseño de la información o, mejor dicho, de los aspectos estéticos del diseño de la información. Con ejemplos, con discursos, de cualquier forma todos coincidimos en la primacía de la formación intelectual sobre la técnica, el trabajo en equipo, el empeño por aprender, la constancia y un puñado de cuestiones tan interesantes que les invito a que las lean todas y cada una en la web del Seminario a la que ya he dejado enlace.

Un placer y un honor formar parte ya del SDI. A Carmen, mi reinamora, y a todo su equipo, un millón de gracias por su organización. Mejor, imposible.

lunes, 2 de agosto de 2010

Los sótanos de Maiquetía

El cabo del miedo tiene veintinada años pero lleva la visera hasta el hueso de la nariz que le obliga a ir erguido. Morenazo esquelético, rapado el cogote sin pelillos sobresalientes, cruza las manos tras la casaca de su uniforme de la Guardia Nacional y grita a la cola sin mirar a nadie: “Sapatos, sinturones, objetos, todo de bolsillos a la bandeja”. Sé que es cabo porque lleva un galón en la hombrera y es uno de los cientos que cuidan de la seguridad en el área de embarque del aeropuerto de Maiquetía. Es uno más de los tropecientos agentes de seguridad que me han pedido el pasaporte y me han preguntado que qué he hecho en Caracas y dónde me he hospedado. Cada dos pasos.

Al aeropuerto internacional de Venezuela hay que ir con tres horas de adelanto, pero al final son cinco porque el vuelo sale con dos más de retraso por cortesía de la Guardia Nacional, que por lo visto ven un Iberia y se ponen como tensos, en prevengan.

Y es al ver tamaño despliegue policial en la Terminal cuando uno empieza a entender por qué la capital está desierta de protección, donde los malandros armados campan a sus anchas recolectando BlackBerrys en semáforos, atascos y donde sea, con total impunidad. Mi amiga, atascada con su Ford y bloqueada por carros por todas partes, ya ni se asusta cuando el malandro de guardia le golpea en el cristal, le enseña la pipa, le obliga a bajar la ventanilla y con un profesional “señora, exprópiese el selular” le invita a que se lo entregue sin que el resto de atrapados conductores hagan nada por la atracada señora. Los móviles, en Caracas, son todos BlackBerry y el mercado negro está más que asegurado.

Así que mientras Caracas sigue en el medallero de las ciudades más inseguras del mundo, donde cada fin de semana las muertes violentas superan la treintena, donde la Policía Metropolitana anda deteniendo más por dentro que por fuera, el grueso de la Seguridad Nacional se concentra en el aeropuerto internacional, no vaya a ser que la monja de Cáceres intente traficar con más dulce de leche del permitido.

De entrada, es otro imberbe de los boinasgranates el encargado de dar la bienvenida a la cola de facturación de Iberia y largarte el primer interrogatorio, tan metido en su papel que hasta se adivina su gozo protagónico en el lance. Paso, pero la azafata siguiente me advierte: ¿Lleva alimentos en la valija?” “No… mmm… sí, una caja de chocolates que me han regalado” “Pues sáquela y llévela con usted, porque los alimentos son lo primero que requisan”. Así lo hago.

La siguiente hora fue normal, nada, tres o cuatro peticiones de documentación con interrogatorio, sin más. Hasta que entrando al área de embarque comienza el rito de descálcese, cálcese, descálcese, cálcese, un, dos, un, dos, y un par de escáneres por si el anterior tenía algo fundido. Al final, consiguen que uno no pierda el equilibrio mientras se acordona los zapatos a lo zancudo mientras responde qué ha venido a hacer aquí y dónde se ha hospedado.

Ya en la puerta de embarque, donde sigue habiendo más uniformes que paisanos, la azafata de Iberia lanza al aire el nombre de la decena de pasajeros que deben presentarse urgentemente en el mostrador y que, como ya habrán adivinado, incluía al SANCHO/FRANCISCO. Falta menos de media hora para el despegue previsto pero qué más da. Las autoridades nos requieren para bajar con chaleco fosforito a las catacumbas aeroportuarias para revisar nuestro equipaje. Allí, en medio de un sótano abierto y apenas alumbrado por dos bombillas huérfanas, un mostrador de caballetes ajados hace batería tras el que se alinean más boinasgranates abriendo las maletas del personal. El suelo, de mugre y agua como para apoyar la mochila.

A los que me preceden (hay que hacer cola, como en el súper con cajeras) les destrozan el plástico protector de la maleta por el que minutos antes les habían cobrado 30 bolívares fuertes [más de cinco euros al cambio oficial]. A la señora de delante, efectivamente, le deshacen su equipaje con la delicadeza de Eduardo Manostijeras hasta que, claro, emergen los dulces y las chocolatinas. Los paquetes con las golosinas para los sobrinos son abiertos con finura, a tirones, y el boinagranate le da un mordisco a una tableta para cerciorarse de que no es el chocolate del moro. “Meta todo y váyase”.

Me toca. Mi maleta es esa gris sobre el charco, sí, la que no lleva plástico porque es de las rígidas. Combinación y llave. Apertura. Allegro ma non troppo. Dos golpes a las tapas por si los dobles fondos. Nada de jalar. El neceser. Espuma, sí. Y va a por mi querido y precioso termo, envuelto en una funda de tela. Ni lo saca. Lo agita como si me fuera a preparar un cóctel para cerciorarse de que nada suena en su interior. OK. Cierre la valija. Y me doy la vuelta, confiado, para juntar las dos partes y terminar de colocar la ropa que desborda. Váyase.

Arriba de las mazmorras la cosa va al paso. Por el finger vamos entrando en dos filas obedientes, los hombres pegados a la izquierda y las mujeres a la derecha. A pedo burra y olor a Auschwitz. Cacheo antes de llegar a la cabina. Y aquí sí que me tocan los huevos, quiero decir, literalmente, no como las veces anteriores. A un pasajero que se cuela por despiste el cabo del miedo le espeta un “hey broder, a la fila”, así de colega, que para eso nos conocemos de tiempo.

El avión sale con dos horas de retraso. Durante todas esas horas no he visto que a los pasajeros de ninguna otra aerolínea les hicieran lo mismo, solo a los de la española. Pero bueno, a intentar dormir.

A intentar dormir pensando en cosas agradables, por ejemplo, sí, en los innumerables amigos venezolanos que tengo y a los que adoro y que me besan y les beso y que son emprendedores y cariñosos y hospitalarios hasta decir basta y trabajadores y enamorados de su país y enamorados de la cultura y luchadores del progreso y que me han tratado a cuerpo de rey durante una semana. Es tan bueno el recuerdo que, en vez de dormirme, me espabilo y recuerdo que cuando dos días antes les pregunté si nada había cambiado desde la Venezuela del 2002 sobre la que escribí primero me dijeron que no, pero luego se miraron entre ellos y me confesaron que sí.

Cuando llegué a casa y abrí la maleta, el precioso termo ya no estaba allí.