jueves, 7 de febrero de 2008

De hojas y propagandas

Como tengo aquí mismo declarada mi incongruencia, voy a dar pruebas de ella: a pesar de haber trabajado un porrón de años en una Hoja del Lunes (y además con momentos muy duros), pocas cosas me ponen más nervioso que el que alguien le llame hoja a una página de periódico (“ese diario lleva cuatro hojas de Nacional”, arggg); y si además hablan de propaganda cuando se refieren a la publicidad, mis casillas se quedan vacías. Aquí no me consuela ni el DRAE que lo parió, por mucho que tenga tales definiciones aceptadas mal que bien. Yo creo que se me disparó la alergia el mismo día en que el orondo gerente de un periódico explicaba a una visita, en medio de la Redacción, el proceso: “Y luego están estos, los periodistas, que son los que llenan con noticias los huecos que quedan libres en las hojas después de pegar la propaganda”.

Más de un periódico se ha dado el batacazo por estar pilotado por lumbreras de la empresa que lo mismo les da vender noticias que ladrillos, servicio público que influencias. El proceso de estos próceres, por lo general, es vender primero los espacios publicitarios y después endosarle a los plumillas la apasionante misión de completar los huecos que queden libres de propaganda en las 32 hojas del imprescindible suplemento ‘Especial sales de baño’. Y, bueno, cuando se trata de suplementos aún tiene un pase, pero es que la técnica se extiende a toda la superficie impresa: “Usted tranquilo, don Gregorio, que nos pone esa media hoja con la propaganda de su constructora y los chavales le entrevistan en la otra media y no, no me dé las gracias, que para eso estamos, y además, mire lo que le digo, si pone la hoja entera, nos olvidamos de sacar nada sobre la vista preliminar que tiene el martes”.

Las relaciones entre el departamento Comercial y la Redacción de cualquier medio suelen ser, digámoslo suavemente, tensas. Y así debe ser, dando por supuesto que unos y otros son la mar de profesionales y solo miran por el bien general de la empresa. Pero, por desgracia, no suele ser así y la batalla se torna cruenta y además breve, porque el ejército comercial casi siempre se merienda a las huestes periodísticas en un plisplás. Cuando hace algún año trabajé como asesor en un diario de una gran ciudad turística, un redactor de Cultura publicó que “Vargas Llosa hablará a las 19:30 horas sobre su última novela en un céntrico hotel”. “Pero hombre –le dije–, con la cantidad de hoteles que hay es de cajón que pongas su nombre porque si no vuelves locos a los que estén interesados en ir”. “Es que no puedo ponerlo –replicó– porque lo tengo prohibido por el gerente”. “¿Qué?”. “Pues que como esa cadena hotelera no se anuncia con nosotros, nosotros no ponemos nunca su nombre”.

La publicidad, en un periódico libre de estas carcomas a las que me refiero (y de otras sobre las que tiempo habrá de abordar), es en sí misma información. Tengo publicado y además requetedicho a los alumnos que, en más ocasiones de las que uno puede imaginar, la publicidad es una pista inagotable para descubrir fascinantes historias de nuestros conciudadanos. Si alguien, por ejemplo, anuncia que traspasa su negocio “céntrico, muy barato, con clientela fija y altos beneficios demostrables”, ¿es que le ha tocado la bonoloto o qué? Por lo menos da para sospechar.

Por ejemplo también: ya dije en su día que siempre me han mosqueado los “brutales descuentos” de “hasta el 70% en todos nuestros artículos”. Yo, de economía, lo justo, pero para mí que si un sofá se puede rebajar de 1.000 a 400 euros es que, antes de la oferta, el comerciante estaba trincando de lo lindo, o por lo menos lo parece. Claro que, más allá de estos ejemplos tan clásicos como habituales, hay otros anuncios puntuales que, tras los consabidos “precios de escándalo”, esconden historias que se adivinan inquietantes.

Se ve que algunos no dudan en mezclar su vida privada con el negocio con tal de sacar la pela. Yo, ya puestos en plan creativo publicitario, me quedo con el ingenio de aquel mesonero de la Ribera navarra que, ante el auge que estaban experimentando en los años 70 los restaurantes de comida rápida al lado de la autopista, no dudó en plantar cara a la advenediza competencia y puso este cartelico en la entrada de su tasca: Se da de comer de repente. Y su vecino, el de los ultramarinos, se pegó a rueda y rotuló este otro en el escaparate de su tienda: Frutas y verduras al dorso.

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