De colegial tuve asignatura de Urbanidad (Conjunto de reglas a que debemos ajustar nuestras acciones para hacer amable nuestro trato en la sociedad), que luego la quitaron por franquista. Con la democracia ya no era necesaria porque todo el mundo sabía que hay que ceder el asiento a una persona más precaria, que las cuadrillas no deben taponar las aceras, que antes de entrar hay que dejar salir, que se cede el paso por cortesía, que siempre hay que dar las gracias por el más mínimo de los servicios o atenciones, que las conversaciones en lugares públicos se deben mantener en tono razonable y, llegado el caso, sin tacos.
De todas formas, había una regla para mí controvertida: decía que era de mala educación señalar. Hombre, relativo. Se entiende que se refería a lanzar a lo Colón el dedo índice contra una persona tullida por la calle. Pero si, por ejemplo, eras el detective Gila que descubría a Jack El Destripador en una pensión londinense, no parece certero acosarle con indirectas (”alguien ha matado a alguien… alguien es un asesino”) porque otro ‘alguien’ del pasillo, inocente, podría darse por aludido y provocarle una zozobra (hoy, desequilibrio emocional). Y eso no es de buena educación. Ni justo.
A veces, no señalar es eso: injusto. Porque eleva una acusación particular a la categoría de sospecha colectiva. Y es lo que ha hecho hoy la fiscal Olga Sánchez, que ha aprovechado el relato del informe final del Ministerio Fiscal en el juicio del 11-M para lanzar contra los periodistas ataques genéricos, inquietantes, fuera de lugar, al referirse sin especificar a “personas que pudieron aprobar la carrera de periodismo pero que no tienen la altura y grandeza para desempeñar esta profesión”. Toma juicio.
Ya estamos con el “alguien ha matado a alguien”. Primero, sabemos a quiénes se refiere pero esconde la mano; segundo, aprovecha una tribuna impropia para psicoanalizarse (dice que ha sufrido mucho); tercero, suena a abuso de poder por hacerlo fuera del tiesto (bien por el juez Gómez Bermúdez que le ha cortado las ganas); cuarto, se supone que ella debería ser la primera en saber adónde acudir si tiene pruebas (o indicios, aunque sea) de mala fe (tipificada, claro) por parte de alguien con nombres y apellidos.
Y claro que sé a quiénes se refiere, todos sabemos quiénes son los acólitos mediáticos que han mareado la perdiz política sobre los autores de la masacre a base de Historias de Misterio e Imaginación. Pero eso lo decimos echando la caña en la tasca, no cuando estamos elevando a definitivas nuestras conclusiones provisionales ante el tribunal que juzga la mayor barbaridad ocurrida en España. Si la fiscal tiene tanto respeto por las víctimas, como dice, que actúe como sabe contra quien sabe y donde debe, pero no fumigando a granel desde una tribuna que sabe multimillonaria en audiencia, esparciendo la sombra de la duda sobre toda la nube de periodistas que están trabajando como ella. Y si lo que le pica es una simple libertad de expresión que no constituye delito, que se calle. A mí también me molesta, y mucho, pero me aguanto. O he llorado de rabia, pero en mi casa.
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