Con el uniforme de faena de brillantes galones crucé Pamplona cuando caía la tarde, desde Capitanía hasta el Conservatorio, que era mi colegio electoral. Cosas de la mili, el miércoles 15 de junio de 1977 me tocó de suboficial de guardia en el cogollo militar del Viejo Reyno. Llevaba desde la medianoche haciendo constantes rondas por los alrededores con mis aguerridos soldados (tan profesionales como servidor, un sargento imeco a la sazón) por si álguienes intentaban amargar las primeras elecciones democráticas desde vaya usted a saber.
Pero no, no pasó nada y todo fue calma chicha de noche y de día. Así que, antes de que sellaran la urna, me fui para el Conservatorio, inconsciente de mí, vestido de militar, que como todo el mundo sabe era una de las profesiones más populares. Y encima con galones. Pero la alternativa era: o lo hago así o me arrepiento para los restos por no pasar a la historia con mi primera papeleta. Y desde entonces, si la memoria no me falla, no he faltado a una sola cita.
El arriesgado tour me proporcionó dos éxtasis: primero, el esperado placer de votar; segundo, el inesperado de ver cómo se me cuadraban y saludaban (bien a su pesar) los dos maduros polis de guardia en la puerta. [“P… crío sargento”, me pareció que pensaban].
Volví a terminar la guardia y los placeres se volatilizaron. Como explicaba el Manual del Buen Sargento (Editorial Forzo SA), había tres momentos en los que debía formar a la guardia: al izar y arriar bandera, y cuando el gran jefe coronel con mando en plaza entrara o saliera del edificio. Bueno, pues… me coincidió que tenía a mis soldadicos con presenten armas en lo del arriar, cuando al coronel se le ocurrió volver de chatear (de paisano, que él sí se podía cambiar). ¿Qué hice? Pues, con la guardia formada y el cornetín dándole, hacer como que no lo veía; aceleré la ceremonia, di el rompan filas a toda leche, los metí al cuartel y los volví a sacar al galope, los formé y le di las novedades al jefe. El problema fue que, cuando estaba en ésas, mis chicos no pudieron contener la carcajada hasta entonces reprimida y aquello se convirtió en una escena digna de salir en alguna peli de los Marx. Menos mal que el jefe venía contentico y hasta me pareció que esbozaba una sonrisa.
O sea, como para olvidarme del 15-J. Hala, ya lo he contado.
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