Paraguay no tiene petróleo ni mar y por tanto nunca ha existido. Por lo menos, en el concierto internacional. Lleva años abandonado a su suerte, que por cierto es mala, muy mala. Es un país pequeño, apretujado entre Argentina, Brasil y Bolivia en el centro del sur del continente americano, y con un grado de pobreza solo equiparable al de corrupción. Pero el Paraguay no tiene petróleo ni mar, ni siquiera fuerzas paramilitares porque no hay nada con lo que contrabandear, con lo cual nunca ha sido objeto de atención de esos organismos internacionales, tan altruistas ellos, que solo cuidan de la justicia y la solidaridad entre los pueblos. (Esto último lo escribo con ironía, por si no se ha notado).
Al Paraguay, ya lo dije, estuvieron a punto de borrarlo del mapa, literalmente, entre Brasil, Argentina y Uruguay en 1870 en la Guerra de la Triple Alianza. Así que, con semejantes antecedentes, igual fue un mal menor el que todo el mundo le retirara la vista desde 1954, cuando el dictador Stroessner, arropado y bendecido por el Partido Colorado, dio un golpe del que el país nunca se recuperó. El general golpista fue golpeado en 1989 y todo siguió igual, igual de mal, con un Partido Colorado que ha permanecido en el poder con dictadores o con sistemas democráticos viciados.
El Partido Colorado es la versión paraguaya de Luis XIV: el Estado soy yo, somos nosotros. Y así, desde 1947, se ha mantenido en el poder a través de construir un aparato oficial más entramado que una telaraña, donde el clientelismo, los favores, el servilismo, la fidelidad a cambio de unas migajas ha tenido prisionero sin rejas a todo un pueblo. Un pueblo olvidado, digo, hasta ayer domingo, con la primera derrota colorada en las urnas. Ahora, todos los medios internacionales destacan, a coro, que es una derrota histórica después de 61 años de poder ininterrumpido.
Pero durante estos 61 años pocos o ninguno de ellos levantaron la voz para denunciar que ese poder era primero golpista, después corrupto y más tarde fruto de una democracia viciada. Durante décadas, en el Paraguay hubo tantos asesinatos y desaparecidos, o más, que en la Argentina militar, pero los gritos de los pisoteados nunca llegaron a tener altavoz. Eran pocos y pobres.
El domingo hubo vuelco de poder después de 61 años, sí, pero nadie destaca que además ha sido la primera vez que hay un cambio de color sin que nadie desenfunde. Lo ha conseguido con los votos pero, como les conozco, imagino que también con la sana rabia contenida de cientos de miles de buenos paraguayos, hartos de ser esclavos por una ración de surubí. Ahora, los medios se entretendrán en la condición de obispo de Fernando Lugo, o sobre sus relaciones con el Vaticano, o que si es teólogo de la Liberación, o que si va a ser un cura rojo a medio camino de Chávez o Evo Morales. Para mí no dejan de ser lecturas mezquinas y tardías de quienes han estado durante décadas mirando para otro lado.
Fernando Lugo es, hasta donde llego, un buen paraguayo que, más allá de la sotana, se levantó hace un par de años para decir ‘basta’ ante tanta corrupción, pobreza y desesperanza. Que supo levantar con él a miles de compatriotas desheredados. Que se le tomó en broma, se intentó manipular y hasta descalificar, pero que ha sabido resistir como un valiente. Por eso, mientras muchos analistas internacionales seguro que se entretienen en tonterías superficiales en torno al cura de los pobres que llegó a presidente, yo me quedo con la imagen de un paraguayo corajudo que cree en su pueblo, en la justicia y en la democracia y que ha llegado al poder como un David ante un gigante, pero sin honda. Será un cura rojo, vale, pero no colorado.
Tiempo habrá para saber si lo hace bien. Pero, de momento, ya sé una cosa que ha hecho de maravilla: traer esperanza a mi querido pueblo del Paraguay.
1 comentario:
Por el bien de Paraguay, amen.
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