Podría llamarse Gérald porque a lo mejor se llama. Es francés porque me contestó “oui” cuando intuí que los huesicos de costillas que afanaba de nuestros platos rebañados eran para su perro. Pastor.
Gérald ha vivido y vive. Un día más entra en su mesón de Jaca, tras atar a su pastor (¿hacía falta?) a la farola de enfrente. Se sienta para coger sitio (que no hacía falta). Se levanta y pide una Heineken de botella. Se la lleva a la mesa. Se sienta. Se levanta y pide un martini rojo en vaso cutre y sin hielo que se lleva a la mesa. Se sienta. Se levanta a por una cocacola roja en vaso acorde y sin hielo y se sienta orgulloso con el emparejamiento de vasos. Diríase un padre.
Entre salto y salto a la barra enciende su tercer cigarrico.
Gérald, si no navegó, debería haberlo hecho porque sus ojos son de millas marinas y mucho mundo, protegido para ver siempre el horizonte y buscar el puerto. Gérald también se pidió costillicas porque su pastor estaba fuera echado y aguardaba los restos de su amo.
Gérald se bebió la Heineken, los dos vasos rojos, se fumó los Pirineos y salió a darle sus huesos al pastor que tanto le quiere. Gérald volvió a por mis huesos, y a por los de Ana, y los dos se los dimos sin preguntas, por convencimiento y amor.
Esteban, el mesonero, le sirvió su postre que se intuye tradicional: un pozal de Cointreau en las rocas que Gérald se liquidó mientras chapurreaba en un aceptable español: “A veg si va a seg demasié”.
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