Hay un profesor de Periodismo de esos que fue cocinero antes que fraile, y eso que esto no lo es, técnicamente hablando, aunque le acompaña un look de prior con hábitos que tira para atrás. Padre, sí. El cocinero en cuestión se doró en Redacciones de Olivetti, a golpe de tecla, y supo pluriemplearse sin aspavientos: sencillamente, tenía dos chaquetas, dos paquetes de tabaco y dos mecheros. Llegaba a la Redacción, dejaba una de las americanas en el respaldo de su silla, un paquete de Ducados y un Bic sobre la mesa, un folio con ocho líneas escritas en el carro de su máquina y se iba a la Universidad a dar clase. Cuando en el periódico alguien preguntaba por él, algún vecino miraba el puesto vacío pero decorado y decía: "No sé, debe andar por aquí", mientras él, con la otra chaqueta y el otro tabaco enseñaba el oficio a los futuros.
Lo que enseñaba a los futuros, por ejemplo, era que el periodismo no es para cínicos y sabía de lo que hablaba. Un día de los setenta, en su jornada de periodista, quedó en una céntrica cafetería con una fuente que le iba a dar las pruebas irrefutables de algo. No se conocían y se sintonizaron para reconocerse. Mi profesor y colega le describió cómo era, cómo iba vestido y, para salir de dudas, le dijo que llevaría un ejemplar de La Odisea que tenía sobre la mesa. Su fuente le contestó que él medía 1,75, llevaba un traje azul marino, camisa blanca y corbata granate, un anillo-sello de oro en el anular derecho y varios periódicos del día bajo el brazo.
Mi profesor y colega volvió a la Redacción cabizbajo, vencido. Su fuente le había plantado. Lo más próximo que había visto en la cafetería era a un tipo como de 1,75, vestido de azul y con camisa blanca y corbata granate y anillo anular y periódicos bajo el brazo, pero era negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario