Eran tiempos en los que pasaba más rato conectado al BBS de Mac, que nació y se mantuvo gracias a los distribuidores de Apple España (Random y cía), y que se convirtió en mi primer café virtual, donde conocí a un montón de gente estupenda. De ellos aprendí la primera lección magistral de la red: la generosidad en compartir lo que se sabe y lo que se tiene, en un mercado de trueque de conocimientos. Bueno, ni siquiera trueque, porque todos daban sin pedir nada a cambio.
Y después de esos pioneros días, y a velocidad de relámpago, ha llegado hoy, donde me cabreo si un archivo de un terabyte tarda más de dos minutos en transferirse… Aunque cueste creerlo, antes de internet ya había vida, pero la verdad es que casi ya ni me acuerdo. En cuatro días mal contados hemos olvidado no ya el correo postal sino hasta cómo se hacía cola en el banco para sacar
Pero en fin. Todas esas reflexiones dan para tesis y no es plan. Sólo quería recordar que hoy es el Día de Internet y me pregunto si no sería más propio instaurar el Día sin Internet, para que sepamos lo que es bueno. Hace cosa de dos o tres años, en una encuesta a periodistas españoles menores de 40 años, se les preguntó cómo harían su trabajo si un día llegaban a la Redacción y se encontraran con que internet no iba a chutar en todo el día. Más del 80 por 100 respondió que no tenía ni pajorela idea de lo que haría: ni agenda, ni teléfono, ni cafelito con fuentes, ni pasillos, ni callejear; un bloqueo total que da para pensar.
Claro que la ciberdependencia actual no es patrimonio de las nuevas generaciones. Sin ir más lejos, ayer mismo daba por fin señales de vida un buen amigo brasileño, periodista de mi quinta, al que llevaba una semana bombardeando a correos (electrónicos, claro) para que me contestara a una cuestión urgente, y el muy no decía ni mu. Bueno, pues ayer recibí la ansiada respuesta, de la que transcribo un cacho: “Perdón por no contestarte antes. Hace dos días que no tenía conexión a internet, problemas en la central de mi barrio. (…) Por supuesto que viví estos días buscado conexiones inalámbricas en cybercafés y restaurantes, los ojos rojos, las manos temblando... La gente me miraba con pena, como uno mira a un adicto en crisis de abstinencia. Confieso que he enganchado una y otra vez a la red de un vecino que alcanza a mi piso y no tiene contraseña (pero me permitía 15 segundos de navegación por vez, antes de desenganchar). Días terribles!”.
Para el tango veinte años no serán nada, pero para internet diez años son toda una vida y, lo que es más, toda una revolución cultural. Y, encima (lo que son las paradojas...), no ha hecho más que empezar.
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