sábado, 1 de marzo de 2008

Un muerto en el ascensor

Mi abuelo Miguel ya ha pasado a la Historia, sobre todo por su prolífica contribución al mundo del Derecho. Rector de la Universidad de Zaragoza, profesor, investigador, político, periodista… cien años imposibles de resumir aquí. Pero por lo que es improbable que mi abuelo Miguel pase a ser conocido por próximas generaciones es por su faceta de novelista.

Miguel Sancho Izquierdo escribió una sola novela en su vida: Un muerto en el ascensor. Y como el título es transparente, evitaré detalles sobre sus influencias simenonescas propias de la época. No, si escribir, lo que se dice escribir, escribía muy bien. El problema era más hondo: que, como buen sabio autista, era incapaz de describir una realidad medianamente creíble.

Así que desde su atalaya, daltónica en lo social, llegó a provocar esta situación: el inspector Gerard Hagger detiene por fin al autor del asesinato descubierto en el ascensor. Se trata de un vagabundo harapiento, un muerto de hambre que ha pasado su vida en el arroyo; un desecho, vamos. En el interrogatorio, Hagger no puede reprimir la pregunta de por qué lo hizo, ya que la víctima tenía todas sus pertenencias. Y el presunto le responde con esta pregunta reflexiva:
–¿Conoce usted, inspector, la obra de Ibsen ‘Espectros’?
Y ahí se acabó la magia y el futuro literario del autor.

Para lo que sí sirvió esta vena del yayo fue para contagiar la pasión por la lectura y escritura a sus descendientes. Cuando sus nueve hijos eran infantes en batería, organizaba concursos de cuentos entre ellos. En una de esas ediciones, el zagal Paco escribió uno con la adolescente coctelera mental de Simenon+papá y que más o menos decía en su arranque:
–Cocaína –dijo el inspector Scott nada más oler el paquete sospechoso.
Dejó el original en su cuarto, el de los chicos, y se fue a sus cosas.
En la velada literaria del desenlace, sus hermanos pequeños Facundo y José Luis comenzaron la lectura del relato que habían escrito al alimón:
–Tabaco –dijo el inspector Granard cuando olió la bolsa.
Mi padre saltó, claro, con toda su adrenalina:
–¡¡Me habéis copiado, me habéis copiado!!
A lo que los dos chavalines acusados respondieron, con calma:
–Pero qué dices, si no se parecen en nada…

Esta tradición de juegos florales traspasó la generación y llegó a la nuestra. Un verano de hace mucho, tanto que lo tengo en nebulosa, nuestros padres y tíos organizaron un concurso de relatos entre los tropecientos primos. Del mío no me acuerdo pero me lo imagino: piratas o capitanes truenos. Lo que sí recuerdo, o mejor dicho sé porque ha sobrevivido a los años, es la escena del lejano oeste relatada por mi hermano Ángel: el salvapueblos atraviesa la calle principal hacia el Saloon, despistado, cuando un pistolero sale por su espalda y a punto está de cargárselo, de no ser por un ciudadano que, atento, dispara y mata al malo. El héroe, sorprendido, se da la vuelta y comprende que ese desconocido le acaba de salvar la vida. Y el diálogo que se produce entre ambos es:
–Gracias.
–De nada.
Todo esto y mucho más ha resucitado hoy en un encuentro sanchesco, tan imprescindible.

En la portería, Leticia; defensas: Magdalena, Ángel, Marga y Mapi; media: Javier, Álvaro y Linda; al ataque: Maialen, Pacotto y Lejana.