jueves, 18 de octubre de 2007

Tlagapelas

La tragaperras es el sumidero por el que se va lo que me he ahorrado por comprar los yogures de 24 en 24 en vez de cuatro en cuatro, que es la única forma de que no caduquen. Así que por la ranura musical del bareto se va al garete el chollo del súper y, después, le sigue también a la basura el 87’3 por 100 de los yogures por pasados.

De recoger mis yogures se ocupa el servicio municipal del ramo, mientras que los encargados de recolectar las huchas de los bares son chinos, que no sé por qué tienen que ser chinos pero son chinos. Todos los barrios tienen un chino, por lo menos, pero no de esos que te da tres delicias sino de los que recorre los bares con una tintineante riñonera. Entra (el chino), no pide nada, se agencia un taburete, se enciende un cigarro tras otro y empieza a echar mano de la calderilla (caldera, mejor) que le cuelga de los riñones. Juega compulsivo, con el marlboro en la comisura cegándole, metiendo las monedas al mismo tiempo que le da a los rodillos y, más temprano que tarde, aquello empieza a escupir euros a lo bestia. Si pasa de cien euros los cambia en la barra o, si no, rellena su minimochila y hale, a otro bar, Gaspar.

Dicen las leyendas urbanas que es que los chinos saben por los ruidicos cuándo la máquina está caliente pero no sé. Yo prefiero ser más romántico e imaginar que estoy asistiendo a una venganza racial que se venía fraguando de tanto jugar a los chinos en los bares. ¿No queríamos averiguar cuánto llevábamos entre todos? Pues ellos lo saben y nos lo birlan por lo legal y en el morro, como restregando.

Hace un rato me he tomado un café aquí abajo y un comando de tres chinos estaba terminando la faena, que les ha salido de ovación y vuelta: primero tropecientos mil euros en monedas de dos y de uno; luego, un par de sacos –por lo menos– de chapas de 20 céntimos y, al final, un letrero en la máquina que decía fuera de servicio, supongo que por agotamiento. Se han llevado una montaña de billetes y una riñonera a reventar, más un vale por lo que faltaba. Abdul, dueño del bar, sonreía resignado a la atónita parroquia y me han dado ganas de decirle: “Doce con las tuyas”.

1 comentario:

Nahum dijo...

¡¡Y la puñetera envidia que dan los jodíos cuando les empiezan a caer las monedicas!! ¡¡Clink, clink, clink, clink!

¡Quien fuera mandarín en días así, eh!